Siempre he pensado que mi forma de pensar y de ser, es decir, mi personalidad, se corresponde con la de una chica francesa. Esta idea comenzó con la primera persona que conocí y llegué a admirar con una fuerza indescriptible, sin precedentes en otra persona que no fuera mi familia más próxima, ya que evidentemente admiro por naturaleza a mis padres.
Ella se llamaba Flora. Teníamos 12 años cuando nos conocimos en el instituto. Yo siempre la había admirado de lejos, pues ella era siempre lo que yo era pero no podía mostrar por miedo a lo que dijesen los demás. No le importaba estar sola, leyendo, sentada en un banco del parque en la hora del recreo. Tampoco le importaba lo que pensaran de su forma de vestir, que destacaba por mostrar su personalidad; alocada y colorida. Cuando nos hicimos amigas yo me sentí por primera vez en mi vida realmente comprendida. Me ayudó a ver que ser uno mismo no tenía nada de malo, me ayudó a crecer.
Después de unos meses en España volvió a Francia, dejando un hueco muy grande en mi vida que me costaría llenar.
No obstante, el hecho de conocerla me llevó a poder visitar Francia al ir a su casa a verla; conocí su entorno, su familia, sus amigos y amigas. Nací de nuevo. Me sentía realmente cómoda.
Me enamoré por primera vez de Francia. Por segunda, tercera y cuarta vez, en distintas ocasiones que sobrevinieron a este viaje. Volví a ir a ese mágico y libre país, y volví a regresar, pero siempre llevándome algo más. Es como si cada vez que fuese, descubría algo más sobre mi personalidad que estaba escondido. Mi amor por todo lo que conlleva Francia es demasiado grande, demasiado indescriptible, y creo que viene dado por esa primera experiencia.
No sé, siento que tenía que decirlo.
Au revoir
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